Oh tú, visitante de la Tate Gallery,
detente un instante ante este momento detenido del leñador mágico,
reflexiona sobre el peso de lo irrevocable
y da gracias por tu frágil cordura
al oscuro destino que ignoras.
La pasión según Richard Dadd.
Por Fernando Savater
El artista británico Richard Dadd murió el 8 de enero de 1886, después de haber pasado 42 años encerrado en varios centros de reclusión para lunáticos. Tras un viaje por Italia, Grecia, Turquía y Egipto, una insolación le hizo perder el contacto con la realidad.
Después de matar a su padre, Dadd se dedicó intensamente a la pintura. El gran golpe del leñador mágico es una de sus obras, que regaló a uno de sus enfermeros de un manicomio y que ahora se puede ver en la Tate Gallery de Londres. Es un óleo obsesivo que suscita la reflexión sobre el peso de lo irrevocable.
Al visitante de la Tate Gallery de Londres le aconsejaría una atención especial a una de las más singulares y menos frecuentadas obras: The fairy-feller's masterstroke (El gran golpe del leñador mágico), que fue pintada en el manicomio de Bethlem entre los años 55 y 64 del siglo pasado. Su autor, Richard Dadd, artista, parricida y demente, murió el 8 de enero, hace 100 años, tras haber pasado 42 encerrado en varios centros de reclusión para lunáticos.
Quisiera celebrar con esta breve nota su destreza pictórica y también rememorar su calvario.
Richard Dadd nació en agosto de 1817 en Chatham (Kent), hijo de un distinguido químico que unos años más tarde se instaló en Londres. En esta capital realizó sus estudios de arte y pronto se hizo notar por obras de delicada fantasía plasmada con preciso realismo, como Puck, Titania sleeping y, sobre todo, Come into these yellow sands, una cabalgata de danzantes feéricos en una playa a la luz de la luna que fue la sensación de la exposición anual de la Royal Academy en 1842. Dadd tenía 25 años, y en esa misma fecha partió con su amigo sir Thomas Philips, antiguo alcalde de Newport, a un viaje iniciático por Italia, Grecia, Turquía y Egipto. En el trayecto realizó numerosos esbozos -la Salute de Venecia, olivos de Atenas, camellos turcos, paisajes de Rodas...- y algunos óleos de tinte oriental, muy dentro del gusto victoriano que comenzaba a perfilarse. En la Navidad de 1842 sufrió una fortísima insolación en Egipto que hizo temer por su vida.
A partir de entonces su imaginación se desbocó por rumbos sublimes y peligrosos.
Cuando volvió a Inglaterra, Richard Dadd se sabía poseído por él dios egipcio Osiris, que había decidido convertirle en su emisario e instrumento. La tarea que le encomendó era urgente y vasta: acabar con las manifestaciones del diablo que pululan por el mundo. Una de las advocaciones satánicas más evidentes encarnaba en sir Thomas Philips, su ex compañero de viaje; otra, aún peor, en su propio padre, el reputado químico que tantas ilusiones tenía depositadas en el hijo artista.
Robert Dadd se resistió a reconocer la insania de su hijo y aspiró a curar las secuelas de la fatal insolación por medio del reposo. Pese al dictamen sin ambages del doctor Alexander Sutherland, que consideró que Richard ya no era responsable de sus actos, el padre siguió resistiéndose a internar a su hijo en un manicomio. Entre tanto, la voz de Osiris no cesaba en sus secretas amonestaciones y su enviado en la tierra tramaba un plan exterminador.
Con el pretexto de que una estancia en su tierra natal le repondría, Richard citó a su padre en Cobhan y allí se reunieron para cenar en Ship Inn. Después salieron a dar un paseo. A la mañana siguiente, el padre fue encontrado apuñalado en una zanja y Richard huyó a Francia, donde Osiris iba a señalarle nuevos avatares diabólicos que debían ser inmolados. Fue arrestado cerca de Fointainebleau, tras haber agredido a un desconocido en un vagón de tren, un poco al modo del personaje de Gide en escaves du Vaticain.
Internado en el State Criminal Lunatic Asylum, dependiente del Betlhem Hospital, Richard Dadd dio por terminada su misión de mayal del dios y volvió a su oficio de pintor.
Produjo obras de diseño minucioso y propósito inquietante, cómo su Oberon y Titania, la perturbadora acuarela titulada The child's problem, o su serie sobre las pasiones humanas.
También efectuó apuntes plácidamente sombríos de la rutina manicomial. Pero, sin duda, la más memorable de sus creaciones fue el pequeño óleo (55 cm x 40 cm) en el que se retrata de una vez por todas el magistral golpe del leñador mágico, cuya realización le ocupó casi 10 años y que dejó inacabado al ser trasladado al manicomio de Broadmoor.
En un escenario de abigarramiento obsesivo, pintado al microscopio, sin huecos ni alivio, el anónimo leñador se dispone eternamente a descargar su hachazo definitivo sobre una gigantesca castaña. Diversos personajes de fábula, elegantemente hechizados o grotescos, margaritas atentas, juncos, frutos caídos, observan con aliento suspenso la ejecución de lo inminente. Quizá esperen ser rescatados por ese sacrificio a la vez implacable e incruento, duplicación misteriosa de aquel otro, sanguinario, que los esclavizó en el jardín alucinante.
Es la vivencia desgarradora del tiempo en la acción lo que está allí pintado, como bien resume Octavio Paz en su comentario de la obra: "La espera es eterna: anula el tiempo; la espera es instantánea, está al acecho de lo inminente, de aquello que va a ocurrir de un momento a otro: acelera el tiempo".
Eterno retorno de lo mismo tan raudo que ni siquiera llega a ocurrir la primera vez, y así consigue su particular infinitud, juntamente opresiva y fascinadora. En el pequeño óleo no se distingue ni una pincelada: las figuras no parecen pintadas, sino injertadas en un decorado tangible.
Trasladado a Broadmoor, Richard Dadd regaló su obra maestra inacabada a uno de sus enfermeros. En su nueva penitenciaría sobrevivió aún 21 años, hasta el 8 de enero de aquel 1886.
Oh tú, visitante de la Tate Gallery, detente un momento ante este momento detenido del leñador mágico, reflexiona sobre el peso de lo irrevocable y da gracias por tu frágil cordura al oscuro destino que ignoras.
Después de matar a su padre, Dadd se dedicó intensamente a la pintura. El gran golpe del leñador mágico es una de sus obras, que regaló a uno de sus enfermeros de un manicomio y que ahora se puede ver en la Tate Gallery de Londres. Es un óleo obsesivo que suscita la reflexión sobre el peso de lo irrevocable.
Al visitante de la Tate Gallery de Londres le aconsejaría una atención especial a una de las más singulares y menos frecuentadas obras: The fairy-feller's masterstroke (El gran golpe del leñador mágico), que fue pintada en el manicomio de Bethlem entre los años 55 y 64 del siglo pasado. Su autor, Richard Dadd, artista, parricida y demente, murió el 8 de enero, hace 100 años, tras haber pasado 42 encerrado en varios centros de reclusión para lunáticos.
Quisiera celebrar con esta breve nota su destreza pictórica y también rememorar su calvario.
Richard Dadd nació en agosto de 1817 en Chatham (Kent), hijo de un distinguido químico que unos años más tarde se instaló en Londres. En esta capital realizó sus estudios de arte y pronto se hizo notar por obras de delicada fantasía plasmada con preciso realismo, como Puck, Titania sleeping y, sobre todo, Come into these yellow sands, una cabalgata de danzantes feéricos en una playa a la luz de la luna que fue la sensación de la exposición anual de la Royal Academy en 1842. Dadd tenía 25 años, y en esa misma fecha partió con su amigo sir Thomas Philips, antiguo alcalde de Newport, a un viaje iniciático por Italia, Grecia, Turquía y Egipto. En el trayecto realizó numerosos esbozos -la Salute de Venecia, olivos de Atenas, camellos turcos, paisajes de Rodas...- y algunos óleos de tinte oriental, muy dentro del gusto victoriano que comenzaba a perfilarse. En la Navidad de 1842 sufrió una fortísima insolación en Egipto que hizo temer por su vida.
A partir de entonces su imaginación se desbocó por rumbos sublimes y peligrosos.
Cuando volvió a Inglaterra, Richard Dadd se sabía poseído por él dios egipcio Osiris, que había decidido convertirle en su emisario e instrumento. La tarea que le encomendó era urgente y vasta: acabar con las manifestaciones del diablo que pululan por el mundo. Una de las advocaciones satánicas más evidentes encarnaba en sir Thomas Philips, su ex compañero de viaje; otra, aún peor, en su propio padre, el reputado químico que tantas ilusiones tenía depositadas en el hijo artista.
Robert Dadd se resistió a reconocer la insania de su hijo y aspiró a curar las secuelas de la fatal insolación por medio del reposo. Pese al dictamen sin ambages del doctor Alexander Sutherland, que consideró que Richard ya no era responsable de sus actos, el padre siguió resistiéndose a internar a su hijo en un manicomio. Entre tanto, la voz de Osiris no cesaba en sus secretas amonestaciones y su enviado en la tierra tramaba un plan exterminador.
Con el pretexto de que una estancia en su tierra natal le repondría, Richard citó a su padre en Cobhan y allí se reunieron para cenar en Ship Inn. Después salieron a dar un paseo. A la mañana siguiente, el padre fue encontrado apuñalado en una zanja y Richard huyó a Francia, donde Osiris iba a señalarle nuevos avatares diabólicos que debían ser inmolados. Fue arrestado cerca de Fointainebleau, tras haber agredido a un desconocido en un vagón de tren, un poco al modo del personaje de Gide en escaves du Vaticain.
Internado en el State Criminal Lunatic Asylum, dependiente del Betlhem Hospital, Richard Dadd dio por terminada su misión de mayal del dios y volvió a su oficio de pintor.
Produjo obras de diseño minucioso y propósito inquietante, cómo su Oberon y Titania, la perturbadora acuarela titulada The child's problem, o su serie sobre las pasiones humanas.
También efectuó apuntes plácidamente sombríos de la rutina manicomial. Pero, sin duda, la más memorable de sus creaciones fue el pequeño óleo (55 cm x 40 cm) en el que se retrata de una vez por todas el magistral golpe del leñador mágico, cuya realización le ocupó casi 10 años y que dejó inacabado al ser trasladado al manicomio de Broadmoor.
En un escenario de abigarramiento obsesivo, pintado al microscopio, sin huecos ni alivio, el anónimo leñador se dispone eternamente a descargar su hachazo definitivo sobre una gigantesca castaña. Diversos personajes de fábula, elegantemente hechizados o grotescos, margaritas atentas, juncos, frutos caídos, observan con aliento suspenso la ejecución de lo inminente. Quizá esperen ser rescatados por ese sacrificio a la vez implacable e incruento, duplicación misteriosa de aquel otro, sanguinario, que los esclavizó en el jardín alucinante.
Es la vivencia desgarradora del tiempo en la acción lo que está allí pintado, como bien resume Octavio Paz en su comentario de la obra: "La espera es eterna: anula el tiempo; la espera es instantánea, está al acecho de lo inminente, de aquello que va a ocurrir de un momento a otro: acelera el tiempo".
Eterno retorno de lo mismo tan raudo que ni siquiera llega a ocurrir la primera vez, y así consigue su particular infinitud, juntamente opresiva y fascinadora. En el pequeño óleo no se distingue ni una pincelada: las figuras no parecen pintadas, sino injertadas en un decorado tangible.
Trasladado a Broadmoor, Richard Dadd regaló su obra maestra inacabada a uno de sus enfermeros. En su nueva penitenciaría sobrevivió aún 21 años, hasta el 8 de enero de aquel 1886.
Oh tú, visitante de la Tate Gallery, detente un momento ante este momento detenido del leñador mágico, reflexiona sobre el peso de lo irrevocable y da gracias por tu frágil cordura al oscuro destino que ignoras.