Monday 22 November 2010

Dolce Far Niente

 (...) Es decir, has de esperarla a cada instante,
suele anunciarse de improviso ante los ojos,
Lisboa se oculta, retorna, va contigo;
hay un jirón de su crepúsculo en la sombra
de quien cruzó una vez sus calles
que lo va acompañando por el mundo
y se aleja con pasos desconocidos.

Eugenio Montejo
(Lisboa)



Para poder recuperarme decidí ir al reencuentro del Atlántico y del Tajo, y a verme con Lisboa, la ciudad del eterno retorno.
Pretendía ser una semana de lo que se llama Il Dolce Far Niente, sin planes, sin mapa, sin relojes y sin internet. Un total desafío, aunque no lo parezca.
Cuán difícil es entrenarse en esa disciplina: la dulce actitud contemplativa.
Es asombroso, almenos para mí, que vengo de una familia donde la Cigarra nunca fue bien vista y la cultura de la Hormiga era la justa y la respetable, darme cuenta cuánto me cuesta el merecer ser feliz haciendo lo que más me gusta: perdiendo el tiempo. Hay muchas formas de perderlo, la mía es la de observar y pensar inútilmente. Observarlo todo con detenimiento y pensar con pensamientos, pensar con imágenes, pensar con nubes que se mueven y cambian. Pensar con movimientos perpetuos y con inmovilidad permanente.
A pesar de lo sencillo que es acostumbrarse a lo bueno, no es fácil vivirlo sin que una vocecita lejana interior nos atormente con la pregunta del mañana o del más tarde. Despertar con la sóla preocupación  de decidir el contenido del desayuno es maravilloso. Lograrlo es heroico.
Ah! quedarse quietos en el dolce-far-niente, ese maravilloso lugar donde seguramente viven los millonarios; donde no hay culpas y no hay prisas; donde no hay que ser, hacer, competir, justificar, o explicar o estar informados o tener un título o definirse de alguna manera...
De eso se trataba el viaje: de un entrenamiento en vivir el momento.
Nuestra vida cotidiana está tan impregnada de horarios y de rendimiento y de prisa, de cosas por hacer, de lugares por visitar, de libros por leer, de películas por ver, que estar quietos en un mismo lugar tomando sólo una -o varias- tazas de café o de té sin otra obligación que la de observar y vivir ese momento en la totalidad, por más absurdo que parezca, se convierte en una tarea casi imposible.
Estamos allí tomándonos el café, pero ya estamos planeando lo que deberíamos hacer en las próximas horas para aprovechar el día, para tener muchas emociones nuevas, y conocimiento nuevo, y para no perdernos de esto o de aquello.
Es como si el estar allí descansando o mirando la gente pasar no nos estuviese permitido por más de un número razonable de minutos. Luego hay que volverse a cansar, porque no se puede estar descansando mucho tiempo. Es decir, no se puede estar descansando si no se está cansados.
Es como si tuviésemos que merecernos ese momento con sacrificio y sudor, con 'trabajo', por decirlo de alguna manera.
Eso es lo que vine a desaprender. Vine a merecerme el no hacer nada, sin vergüenza y sin culpa.
Vine a detenerme, para agradecer, para estar en este aquí y ahora, sin mayor preocupación que la de ser feliz mirando el Tajo y preguntándome cuál será el nombre portugués de esos pequeños pájaros como golondrinas que cruzan el cielo al atardecer.

A parte de esto, respirar a Lisboa en Noviembre es algo que debe ser vivido.
El olor de castañas rostizadas sobre carbones ardiendo que impregna el aire; el olor de río en la Baixa; también olor de aire con sal, y olor de sardinas. En la Alfama, a la hora de la cena, desde las ventanas el olor de guiso casero de la abuela, y también de leña quemándose en las chimeneas. Pero también olor de panadería, de fruta en guacal, de abasto.
Caminar por las calles del Barrio Alto y de la Alfama es entender de donde le viene al venezolano su amor por el pan y por el pollo en brasa, es entender de dónde vienen nuestros abastos y nuestras luncherías. Es entenderlo casi todo.
Yo me pregunto constantemente si el lisboeta está consciente de la belleza de su ciudad.
Porque ver el tranvía que sube o baja por esas mágicas y estrechas calles de piedra y no sentir un sobrecogimiento casi mortal es imposible.
Lisboa es como salida del Imaginario del Doctor Parnassus, total e indescriptiblemente. Cada vez que se escucha o entrevé el polifemo amarillo y su silbido, guiado por una trayectoria imposible de hilos y por las líneas de rieles centenarios, el corazón dá un salto. Subirse en él y adentrarse cuesta arriba en las colinas de la ciudad es como arriesgarse a no volver nunca más a la realidad. Y esto ocurre siempre, no importa cuántas veces se haga o se vuelva a Lisboa.
Seguramente un portugués diría que la crisis que los agobia hace ver gris y triste el más amarillo de los tranvías; que las ratas que salen orondas por las callejuelas de la Alfama son todo menos que encantadas, y que él cambiaría un viejo apartamento del Barrio Alto por uno confortable en 'Nova Iorque' o en cualquier otra ciudad más 'moderna', o más próspera.
Yo sin embargo, podría vivir feliz, y por eso vuelvo cada vez que puedo, a inventarme una vida portuguesa hecha de breves cotidianos, que mientras duran son permanentes.