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Tuesday, 19 April 2011

Locos de profesión

 Jamie Foxx y Robert Downey Jr.  en la película The Soloist



Ninguna mañana es como una mañana cualquiera. Eso lo sabemos. Intentamos aprenderlo. Desde bien temprano nos lo recordamos, cuando saludamos el día nuevo, cuando olemos el aire y medimos la temperatura con nuestros pies descalzos.

Lo cierto es que las emociones, el asombro, nunca sabremos cómo nos abrazarán. Por dónde. Cuándo. No sabremos si es culpa de la luna llena de la noche anterior. De la mente divagante. Del amor.

Una mañana de esas que creen ser cualquiera, me subo al 83, el autobús que me lleva a ganarme el pan. El día está soleado y todo comienza bien. El autobús ha llegado a la parada antes que yo. Todo apuesta a que no me dará tiempo a correr para subirme. Pero el semáforo ha decidido ser mi aliado hoy, se ha puesto en rojo, justo para darme esos dos minutos de ventaja que me faltaban y alcanzar a montarme.

Todo sigue perfecto, estamos a buen tiempo, hay un asiento libre, el conductor hasta ha sonreido al abrir la puerta en la parada.

Minutos después sube un loco. Siempre hay locos en las ciudades.
Entra por donde no debe, por las puertas que son de salida únicamente. El conductor tiene que reprimirlo. El loco se acerca al conductor. Habla a la manera de los locos. Pero sabe perfectamente lo que ocurrirá si no paga.
El conductor amenaza con llamar a la policía. El loco dice que se comportará. Que no hay necesidad de llamar a nadie.
Pero no paga.
El conductor decide proseguir, para felicidad de todos los usuarios.
El loco no se sienta. Camina de un lado al otro del pasillo del autobús. Vuelve al conductor para hablarle. Es un loco amigable, pacífico. Sin embargo todos estamos tensos.
Es como si esperáramos de un momento a otro que estallara un globo.
Nadie quiere mirarlo, pero nadie quiere perderlo de vista porsiacaso.

Lo observo en silencio y por alguna razón me recuerda a Nathaniel Ayers, el loco de la peli The Soloist, el chelista de la Julliard de Nueva York víctima de la ezquizofrenia desde muy joven. Un sueño truncado por la enfermedad, preso en el laberinto sin salida de los fantasmas y las voces. Un genio convertido en mendigo de la calle, en loco de profesión.
De repente tuve el pensamiento que este loco también podría llevar entre sus sombras una mente extraordinaria.
Pero lo único extraordinario en los locos es su propia soledad. Ese misterio de saberse o no saberse en su condición, de tener esa conciencia intermitente, como un bombillo de neón viejo.

En una parada cualquiera se bajó. Abrió él mismo las puertas y salió.
Me quedé mirándolo con fascinación. Imaginando qué haría con tanta libertad.
Imaginando cuántas horas por vivir tendría su ciudad con respecto a la mía.

Wednesday, 8 December 2010

Alfies Antique Market

Ocurre con las ciudades como con los sueños:
todo lo imaginable puede ser soñado 
pero hasta el sueño más inesperado
es un acertijo que esconde un deseo, 
o bien su inversa, un miedo. 
Las ciudades, como los sueños, están construidas 
de deseos y de miedos, 
aunque el hilo de su discurso sea secreto, 
sus reglas absurdas, sus perspectivas engañosas, 
y toda cosa esconda otra.

Italo Calvino


Hace unos años cuando todavía vivía en Caracas, recuerdo el momento en que la ciudad comenzó a hacerse terriblemente pequeña, predecible, asfixiante y aburrida. No fue una sensación que surgió de la noche a la mañana, no. Fue un virulento in-crescendo, hasta ese día en que fue como verla desde arriba, como la cabeza de un alfiler, y entonces sentencié: -Quiero vivir en una ciudad que nunca se me acabe, que nunca se me descubra enteramente, que sea tan grande y laberíntica que siempre tenga yo un lugar nuevo por explorar. Quiero vivir en una ciudad despierta que siempre cambie y se reinvente, y donde yo pueda perderme y no me aburran sus calles-.
Tal fue el poder de mi sentencia que vine a parar a Londres,  más pequeña que Caracas tal vez pero con 7 millones de mentes y de corazones latiendo.
Perderme fue fácil y lo sigue siendo. Descubrirla entera es imposible, como lo es aburrirme de ella.
Tal vez por eso es tan fácil amarla como detestarla. Como en las historias de amor. Quisieras poseerla, pero también sabes que es mejor así, es mejor no poder abrazarla nunca entera. Es mejor que guarde sus misterios, y que sea hostil a veces, indescifrable, hormonal y difícil.
Así pues sucede en ciudades como ésta que un día, en una zona en la que has estado cien veces, un amigo te lleva al final de una calle poco glamorosa (que hospeda un mercadillo de poca monta, de esos donde encuentras carteras de semi-cuero Louis Tritón y productos electrónicos Sonyo) para revelarte la existencia de un edificio de fachada art-deco, en cuyas entrañas late el más grande mercado de antiguedades y objetos retro-vintage de todo tipo.
Un laberinto de muebles, joyas, pinturas, vajillas, objetos y ropa, de cuatro pisos, que es imposible explorar exhaustivamente en una sola visita.
Los personajes que habitan los pasillos no son menos sorprendentes. Es obvio que van acorde al resto, el modo en que se peinan, visten, la manera que tienen de pasar las horas allí dentro cuando no están negociando para vender algo... es un salto hacia el pasado o hacia un sin-tiempo muy peculiar.
El edificio que antes era una tienda por departamentos en decadencia, comenzó a ser lo que es hoy en día en 1976, gracias a un hombre llamado Bennie Gray, su propietario. El padre de éste se llamaba Alfies, un músico de jazz que de antiguedades nunca supo nada, pero en cuyo honor Bennie decidió nombrar el edificio: Alfies Antique Market.
Sueño con volver con un casco puesto en la cabeza con una cámara oculta incorporada, que pueda girar 360º y que filme o registre silenciosamente la vida que transcurre allí dentro, con sus personajes que seguramente comen y usan los servicios como cualquier persona normal, pero que de noche al cerrar los ojos viven en la próxima peli de Terry Gylliam.

Monday, 22 November 2010

Dolce Far Niente

 (...) Es decir, has de esperarla a cada instante,
suele anunciarse de improviso ante los ojos,
Lisboa se oculta, retorna, va contigo;
hay un jirón de su crepúsculo en la sombra
de quien cruzó una vez sus calles
que lo va acompañando por el mundo
y se aleja con pasos desconocidos.

Eugenio Montejo
(Lisboa)



Para poder recuperarme decidí ir al reencuentro del Atlántico y del Tajo, y a verme con Lisboa, la ciudad del eterno retorno.
Pretendía ser una semana de lo que se llama Il Dolce Far Niente, sin planes, sin mapa, sin relojes y sin internet. Un total desafío, aunque no lo parezca.
Cuán difícil es entrenarse en esa disciplina: la dulce actitud contemplativa.
Es asombroso, almenos para mí, que vengo de una familia donde la Cigarra nunca fue bien vista y la cultura de la Hormiga era la justa y la respetable, darme cuenta cuánto me cuesta el merecer ser feliz haciendo lo que más me gusta: perdiendo el tiempo. Hay muchas formas de perderlo, la mía es la de observar y pensar inútilmente. Observarlo todo con detenimiento y pensar con pensamientos, pensar con imágenes, pensar con nubes que se mueven y cambian. Pensar con movimientos perpetuos y con inmovilidad permanente.
A pesar de lo sencillo que es acostumbrarse a lo bueno, no es fácil vivirlo sin que una vocecita lejana interior nos atormente con la pregunta del mañana o del más tarde. Despertar con la sóla preocupación  de decidir el contenido del desayuno es maravilloso. Lograrlo es heroico.
Ah! quedarse quietos en el dolce-far-niente, ese maravilloso lugar donde seguramente viven los millonarios; donde no hay culpas y no hay prisas; donde no hay que ser, hacer, competir, justificar, o explicar o estar informados o tener un título o definirse de alguna manera...
De eso se trataba el viaje: de un entrenamiento en vivir el momento.
Nuestra vida cotidiana está tan impregnada de horarios y de rendimiento y de prisa, de cosas por hacer, de lugares por visitar, de libros por leer, de películas por ver, que estar quietos en un mismo lugar tomando sólo una -o varias- tazas de café o de té sin otra obligación que la de observar y vivir ese momento en la totalidad, por más absurdo que parezca, se convierte en una tarea casi imposible.
Estamos allí tomándonos el café, pero ya estamos planeando lo que deberíamos hacer en las próximas horas para aprovechar el día, para tener muchas emociones nuevas, y conocimiento nuevo, y para no perdernos de esto o de aquello.
Es como si el estar allí descansando o mirando la gente pasar no nos estuviese permitido por más de un número razonable de minutos. Luego hay que volverse a cansar, porque no se puede estar descansando mucho tiempo. Es decir, no se puede estar descansando si no se está cansados.
Es como si tuviésemos que merecernos ese momento con sacrificio y sudor, con 'trabajo', por decirlo de alguna manera.
Eso es lo que vine a desaprender. Vine a merecerme el no hacer nada, sin vergüenza y sin culpa.
Vine a detenerme, para agradecer, para estar en este aquí y ahora, sin mayor preocupación que la de ser feliz mirando el Tajo y preguntándome cuál será el nombre portugués de esos pequeños pájaros como golondrinas que cruzan el cielo al atardecer.

A parte de esto, respirar a Lisboa en Noviembre es algo que debe ser vivido.
El olor de castañas rostizadas sobre carbones ardiendo que impregna el aire; el olor de río en la Baixa; también olor de aire con sal, y olor de sardinas. En la Alfama, a la hora de la cena, desde las ventanas el olor de guiso casero de la abuela, y también de leña quemándose en las chimeneas. Pero también olor de panadería, de fruta en guacal, de abasto.
Caminar por las calles del Barrio Alto y de la Alfama es entender de donde le viene al venezolano su amor por el pan y por el pollo en brasa, es entender de dónde vienen nuestros abastos y nuestras luncherías. Es entenderlo casi todo.
Yo me pregunto constantemente si el lisboeta está consciente de la belleza de su ciudad.
Porque ver el tranvía que sube o baja por esas mágicas y estrechas calles de piedra y no sentir un sobrecogimiento casi mortal es imposible.
Lisboa es como salida del Imaginario del Doctor Parnassus, total e indescriptiblemente. Cada vez que se escucha o entrevé el polifemo amarillo y su silbido, guiado por una trayectoria imposible de hilos y por las líneas de rieles centenarios, el corazón dá un salto. Subirse en él y adentrarse cuesta arriba en las colinas de la ciudad es como arriesgarse a no volver nunca más a la realidad. Y esto ocurre siempre, no importa cuántas veces se haga o se vuelva a Lisboa.
Seguramente un portugués diría que la crisis que los agobia hace ver gris y triste el más amarillo de los tranvías; que las ratas que salen orondas por las callejuelas de la Alfama son todo menos que encantadas, y que él cambiaría un viejo apartamento del Barrio Alto por uno confortable en 'Nova Iorque' o en cualquier otra ciudad más 'moderna', o más próspera.
Yo sin embargo, podría vivir feliz, y por eso vuelvo cada vez que puedo, a inventarme una vida portuguesa hecha de breves cotidianos, que mientras duran son permanentes.